Se sirvió un whisky seco, doble. Lo tomó de un sorbo. El ardor recorrió su pecho. Miró a la mujer que lloraba tumbada en el sillón. Hasta hace un rato era su novia. Se sentía furioso. Tenía que irse rápido para no hacer una locura. Se veía rodeando con sus fuertes manos de rugbista el cuello blanco y fino. Veía la piel pálida volviéndose azulada a medida que él apretaba. "¡Hija de puta!", pensó. "¡Cómo se atrevió!"
Dio un portazo. De cuatro zancadas llegó al auto. Desactivó la alarma. Se tiró en el asiento. Sus manos aferraron el volante. Apretó el acelerador. Atravesó el jardín y tomó por Arocena.
-¡Maldita hija de puta!- gritó. El grito chocó contra los vidrios polarizados y le golpeó la cara. Giró chirriando sobre dos ruedas y tomó la rambla hacia afuera.
Las imágenes eran relámpagos en su cerebro. La sintió jadeando, húmeda, caliente, bajo su cuerpo. Quedó sin aire. Inhaló fuerte como para revivirse a sí mismo. La vio sobre otro sudando y gimiendo, en plena convulsión de sus cuerpos. Cerró los ojos. La vio caer boca arriba, laxa, abierta y feliz.
-¡Puta, reputa!- gritó. Volvió a acelerar penetrando la noche y la niebla.
Pulsó el botón de la radio. Una música estridente lo tensó más. Sintió que unos hilos interiores se cortaban y enrollaban sobre sí mismos.
Desabrochó varios botones de la camisa. Estaba empapado en sudor.
Cambió de emisora. El sonido fue más agudo. Decenas de cuchillos invisibles le entraron en la carne.
Con la mano derecha tomó un puñado de kleenex y secó la transpiración que le chorreaba por la frente y el cuello. Los tiró al piso.
Vio por la ventanilla los esqueletos blancos de los árboles que volaban en sentido contrario.
Los focos luchaban por abrirle un camino en la niebla gelatinosa. Sintió un golpe en el guardabarro. Un aullido o un llanto. Una masa oscura quedó gimiendo al borde de la carretera.
-¡Que te parió!– gritó. El grito murió asfixiado, sin respuesta. Aceleró más.
Una puntada aguda en el pecho lo dobló. Soltó el volante. El auto rozó un árbol. El hombre se volvió un bulto que pegó y rebotó una y otra vez contra las chapas. Pedazos de plástico, de vidrio y de metal pasaron frente a sus pupilas dilatadas.
La música estridente siguió sonando mientras la sangre caliente iba derritiendo la escarcha.
©Gladys Cousté
sábado, septiembre 29, 2007
sábado, septiembre 22, 2007
Del taller/2: Foco - Yael Szajnholc
La tarde en la pequeña ciudad oriental. En el barrio del norte mucha gente por las veredas y aún más autos por las calles.
En una esquina el semáforo en rojo; frente a él una casa antigua. Detrás de la rajada puerta, el living sin nadie.
La mesa de madera marrón con dos sillas junto a la pared cerca del cuarto.
El calor en el cuarto pequeño y oscuro. En el sofá, la señora con gotas de sudor; las gotas redondas casi perfectas en la sien con arrugas.
Por la ventana el viento cerca del pelo con canas. Las manos con puntos marrones y redondeados sobre el vestido. Los ojos vidriosos debajo de las sienes con arrugas.
Los pies en el piso, huesudos y flacos; con callos ensangrentados. La sangre casi marrón en el suelo; el hedor a podrido en el cuarto.
El cuadro de girasoles amarillos en la pared cerca de la ventana; en la ventana el sol casi naranja, redondo y perfecto como las gotas de sudor de la señora en el cuarto pequeño y oscuro.
©Yael Szajnholc
En una esquina el semáforo en rojo; frente a él una casa antigua. Detrás de la rajada puerta, el living sin nadie.
La mesa de madera marrón con dos sillas junto a la pared cerca del cuarto.
El calor en el cuarto pequeño y oscuro. En el sofá, la señora con gotas de sudor; las gotas redondas casi perfectas en la sien con arrugas.
Por la ventana el viento cerca del pelo con canas. Las manos con puntos marrones y redondeados sobre el vestido. Los ojos vidriosos debajo de las sienes con arrugas.
Los pies en el piso, huesudos y flacos; con callos ensangrentados. La sangre casi marrón en el suelo; el hedor a podrido en el cuarto.
El cuadro de girasoles amarillos en la pared cerca de la ventana; en la ventana el sol casi naranja, redondo y perfecto como las gotas de sudor de la señora en el cuarto pequeño y oscuro.
©Yael Szajnholc
lunes, septiembre 17, 2007
Del taller/1: Enrique y el ascensor - María Solá
Enrique una vez me dijo algo gracioso. Ocurrió en una de esas conversaciones luego de la separación; aquellas en las que ya todo fue hablado, en las que se repasó una y otra vez lo que funcionó y lo que no funcionó, donde lo único que queda es la nostalgia por los sentimientos perdidos.
Fue en una de esas conversaciones, tiempo después, que de pronto se rió y me dijo en un tono de certeza absoluta:
“La razón por la que no podría haber seguido contigo es lo del ascensor”.
“¿Qué ascensor?”, pregunté. En nuestras innumerables conversaciones anteriores, nunca había hecho mención alguna a un ascensor.
“Bueno”, dijo él. “Viste que cuando paraba el ascensor, yo te daba paso para que bajaras primero”.
“Sí”. Aún no comprendía a dónde quería llegar.
“Bueno... vos con esa cara de luna de valencia, bajabas del ascensor y te quedabas parada a medio camino”. Aquí Enrique suspiró, como si intentara contener la irritación que el recuerdo le producía. “Dabas unos pasos y te quedabas ahí parada, mirando no sé qué en el techo”.
“¡Estás inventando!”, refuté, divertida en el fondo.
“No estoy inventando, lo hacías te diría el ochenta por ciento de las veces. Te bajabas del ascensor, dabas unos pasos y te quedabas ahí parada”. Enrique hizo una imitación de lo que sería yo, ahí parada, mirando el techo. Extendió la cabeza hacia adelante, miró hacia arriba con una expresión levemente desorbitada y aflojó la mandíbula. “Entonces yo trataba de salir del ascensor pero me tapabas el camino”.
“Ay Enrique…” La cara de mongólica que me había puesto ya no me divirtió.
“Sí”, insistió. “Entonces tenía que darte un empujoncito”. Enrique imitó el empujoncito, ambas manos dando un brusco golpe en el aire.
“No me acuerdo”.
“Era así. Todas las veces que nos bajábamos del ascensor, tenía que darte un empujón para poder salir, siempre te quedabas parada a medio camino”.
“Bueno, recién me dijiste que era el ochenta por ciento de las veces”, dije airosa y rápidamente cambié de tema.
©María Solá
Fue en una de esas conversaciones, tiempo después, que de pronto se rió y me dijo en un tono de certeza absoluta:
“La razón por la que no podría haber seguido contigo es lo del ascensor”.
“¿Qué ascensor?”, pregunté. En nuestras innumerables conversaciones anteriores, nunca había hecho mención alguna a un ascensor.
“Bueno”, dijo él. “Viste que cuando paraba el ascensor, yo te daba paso para que bajaras primero”.
“Sí”. Aún no comprendía a dónde quería llegar.
“Bueno... vos con esa cara de luna de valencia, bajabas del ascensor y te quedabas parada a medio camino”. Aquí Enrique suspiró, como si intentara contener la irritación que el recuerdo le producía. “Dabas unos pasos y te quedabas ahí parada, mirando no sé qué en el techo”.
“¡Estás inventando!”, refuté, divertida en el fondo.
“No estoy inventando, lo hacías te diría el ochenta por ciento de las veces. Te bajabas del ascensor, dabas unos pasos y te quedabas ahí parada”. Enrique hizo una imitación de lo que sería yo, ahí parada, mirando el techo. Extendió la cabeza hacia adelante, miró hacia arriba con una expresión levemente desorbitada y aflojó la mandíbula. “Entonces yo trataba de salir del ascensor pero me tapabas el camino”.
“Ay Enrique…” La cara de mongólica que me había puesto ya no me divirtió.
“Sí”, insistió. “Entonces tenía que darte un empujoncito”. Enrique imitó el empujoncito, ambas manos dando un brusco golpe en el aire.
“No me acuerdo”.
“Era así. Todas las veces que nos bajábamos del ascensor, tenía que darte un empujón para poder salir, siempre te quedabas parada a medio camino”.
“Bueno, recién me dijiste que era el ochenta por ciento de las veces”, dije airosa y rápidamente cambié de tema.
©María Solá
sábado, septiembre 15, 2007
Próximamente...
..., bajo el título genérico "Del taller" publicaré de manera periódica en este blog algunos textos de -obviamente- algunos de mis talleristas. Será un pequeño show, ojalá que disfrutable para los lectores. Al menos sé que lo disfrutaré yo, y por qué entonces no compartir ese gusto, que se mezcla con mi vanidad, pero que se mezcla con el gusto.
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