lunes, octubre 15, 2007

Del taller/4: Mamífero de madera - Marta Vidal

Jorge apuró la salida de la ducha para contestar el teléfono –nunca había podido ignorar el timbre penetrante del aparato. Corrió ajustándose la toalla alrededor de la cintura y resbalando sobre el piso de monolítico, hasta levantar el tubo. Respiró profundo para disimular la fatiga.
-Holaaaaaa…
-¡Hola! Me enteré de que hoy es el gran día.
-Ah… hola, Manuel. ¿Qué tal?
-Yo bárbaro. Tú ¿te estás produciendo? Esmerate, mirá que Caro es mi amiga y una mina bárbara. No me vayas a dejar pegado –alertó Manuel, más divertido que preocupado.
-Tranquilo. Imposible que te deje pegado. Tengo todo bajo control.
-¿Cómo te vas a vestir? No vayas muy formal; mirá que es de lo más sencilla. Anda siempre de vaqueros o calzas.
-¿Y cómo le quedan?
-Bien, bien. Ya te comenté. Ella va a mi gimnasio; obvio que le quedan bien. ¡La casa es seria! ¿Por qué no vas vos también? Muchos hombres hacen gimnasia conmigo.
-No, no. Lo mío es otra cosa. Bueno, estoy chorreando agua; me sacaste de la ducha. Después hablamos.
-OK, George; suerte. Andá nomás. Producite bien.
-Chau –Jorge cortó con sequedad, golpeando el teléfono al colgar.
“Trolo, trolazo… ¿Qué se tiene que meter?”, protestó en silencio, de regreso al baño.
Le sonrió a su imagen mientras pasaba por el cuello, la cara y las orejas la afeitadora eléctrica. –Hacía algunos años que debía combatir a diario una enmarañada mata de pelos hirsutos que crecían por todas partes de su cuerpo-.
Eligió con esmero la ropa; incluso buscó el boxer más adecuado y que le ajustara bien.
-Vos portate bien; a nuestra altura, como siempre –dijo estirando el elástico de la cintura del boxer y mirando dentro de él.
Acomodó, como calzándolos, sus genitales y continuó vistiéndose. Mientras abrochaba los botones de la camisa Polo blanca, parado frente al espejo de pie, se echó una cuantas miradas desde todos los ángulos. Se detuvo unos instantes, conteniendo la respiración y tensando los músculos abdominales, mientras analizaba su imagen reflejada. Una mueca de aprobación y un sonido similar al aullido de un lobo precedieron la salida. Antes de atravesar la puerta del dormitorio, tanteó los bolsillos comprobando tener todo lo necesario, incluido el paquetito de preservativos que siempre guardaba en el bolsillo de atrás.
Luego recogió las llaves del Mercedes color crema. “Vamos a ver si sos puntual”, desafió a Carolina en su fantasía, mientras encendía el automóvil haciendo rugir el motor. Todavía dentro del garage, apretó el acelerador una y otra y otra vez. El
coche respondía demostrando su potencia.
-Sonás como el rey de la selva –dijo satisfecho, palmeando el volante.
Pocos minutos después, exactamente a la hora acordada, estaba estacionado frente a la casa de Caro. Encendió la radio y se dispuso a esperar. “Todas las mujeres demoran”, pensó. Los ladridos del perro de Carolina, alertándola sobre la presencia de un extraño, oficiaron de timbre. Ella salió rápidamente -el perro se ponía nervioso-.
-¡AH!, bueno… sos una mujer puntual… -dijo él a modo de saludo y le abrió la puerta del coche.
-Parece que tú también –comentó ella un poco desconcertada.
-Puntual, querrás decir –y el motor lanzó un voluminoso rugido-. ¿Pocitos o Centro? Elegiste un horario un poco difícil.
-Pocitos –dijo Caro sin pensar demasiado.
-¿Comemos unas pizzas? ¿Te parece?
-Sí, claro –acordó ella.
De camino, un semáforo detuvo su marcha. Cuatro jóvenes se lanzaron de ambos lados del cruce, ofreciendo limpiar los parabrisas. Jorge negó con la cabeza sin mirar al muchacho.
-¡Qué fastidio! –protestó.
Carolina lo miró de reojo y decidió guardar sus comentarios. Otro semáforo más y nuevos jóvenes haciendo malabares a cambio de una moneda, lo molestaron nuevamente.
-No sé por qué no los levantan a todos y se los llevan presos. Son todos chorros. ¿No te parece?
-NO, no me parece. Creo que no se debe generalizar.
-No me parece que me equivoque mucho si generalizo. En todo caso siempre han pagado justos por pecadores.
Y un silencio helado se adueñó del interior del vehículo.
-Sos bastante callada, ¿no? –comentó momentos más tarde.
Carolina se debatía entre continuar con la cita a ciegas, o fingir un terrible dolor de estómago que abortara la experiencia.
-¿De dónde conocés a Manuel? –preguntó ella como para romper el hielo del momento.
-Es vecino. Lo conozco muy poco. No somos amigos ni nada –respondió Jorge visiblemente incómodo.
-Es bárbaro, muy especial. Es mi profe de gimnasia. ¿Hacés algún deporte?
-No, no. No tengo tiempo. La empresa requiere mucha dedicación. Mirá, llegamos.
Jorge se apresuró a abrir todas las puertas para que Caro pasara; le arrimó la silla y rellenó de bebida el vaso varias veces mientras comían. Durante un rato habló de clientes y empleados, de negocios brillantes y de hábiles abogados y contadores que sabían caminar impunemente sobre la línea que divide lo legal de lo ilegal. Caro comía, más atenta a la muzarella que a la charla. “La tengo casi lista… se muere por la guita como todas. Pensar que el trolo ese decía que era sencilla. ¡Qué va! Lo de siempre… por la plata baila el mono” .
-Tu ex ¿a qué se dedicaba? –preguntó con aire ganador.
-A romperme las bolas –respondió, negándose a entrar en la propuesta competitiva.
-Mi ex también me rompió bastante las bolas; de hecho, todavía lo hace. Una loca…, pobre. Tenía, tiene todavía y tendrá siempre un problema de bloqueo sexual. Yo le ofrecí todo, sin embargo ella nunca pudo…; bueno, ¿qué digo ella?, todas las mujeres tienen problemática sexual. La que no es una reprimida, se te tira encima.
Durante un rato Jorge continuó relatando anécdotas íntimas, convencido de que el silencio de su interlocutora indicaba que se la estaba ganando. “Está fascinada… ya está”.
-¿Tú no has de ser como todas?, supongo –Jorge pensaba que las mujeres económicamente independientes eran, por regla general, competitivas. Por lo tanto si la desafiaba, ella terminaría haciendo sin darse cuenta, lo que él quería.
Se tanteó el bolsillo de atrás.
-¿Vamos?, es un poco tarde –dijo ella.
-Claro –respondió solícito. “Está deseosa y bastante apurada; mejor”. Separó la silla de ella; le colocó el abrigo sobre los hombros; le abrió la puerta del boliche, luego la del auto y le sonrió.
Encendió el motor del Mercedes; aceleró y escuchó con deleite el rugido. Comenzaba a excitarse. Antes de llegar a la esquina donde debía abandonar la Rambla, rumbo a la casa de Caro, detuvo el auto y se acomodó.
-¿Te asustás? –preguntó con una mezcla de inocencia y maldad.
-No –respondió ella simulando confianza.
-¿No te asusta que me pare acá que está tan oscuro?
-No. Por suerte pasan taxis –señaló Caro.
-Tenés carácter. Eso me gusta. Bueno, si no me gustaras no estaríamos acá. No me gusta perder el tiempo.
-Es tarde; mejor llevame a casa –Carolina disimulaba como podía.
-No soy de madera nena –dijo; la sujetó por los hombros y su lengua lamió toda la cara de Caro.
-No soy de madera, no soy de madera… -repetía con orgullo, tragándose el maquillaje de ella con su enorme lengua húmeda.
Ella se encogía como si fuera una tortuga en presencia de un depredador, tratando de esconder la cabeza dentro del caparazón. Él se sentía poderoso. “Me desea pero me teme. La tengo muerta. Voy a darle un tiempo más para que histeriquee y se mande la parte; todas las mujeres tienen que hacerse las difíciles”.
Todavía apresándola por los hombros, la alejó un poco y la miró como escudriñando en su interior. Carolina sólo sentía asco y desconcierto.
-¿¡Qué!? ¿Tú también tenés bloqueo sexual? Mirá que yo no, ¿eh? Bueno… lo habrás notado… supongo.
-Vámonos, es tarde –dijo seria, disimulando temores.
Jorge puso en marcha su Mercedes y sin decir palabra, la llevó hasta la puerta de su casa. De camino, ya más tranquila, Carolina pensaba cómo vengarse de Manuel.
“Estaba visto… amiga de un trolo, tenía que ser una histérica…”, pensaba él.
Frente a su casa, con el alivio que le daba el fin de la experiencia, Carolina apuró un beso que ni siquiera rozó la mejilla de Jorge y abrió la puerta -no podía esperar otra falsa maniobra caballeresca. Él no la hizo, por el contrario: tomó con fuerza la mano izquierda de ella y junto con la suya envolvió su orgulloso pene erecto.
-Disculpá que no me baje a acompañarte hasta la puerta…, estoy húmedo… -dijo mirándola a los ojos. Segundos después liberó la mano.
Carolina atravesó el portón lo más rápido que pudo. Jorge sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

-¿Viste?, ¡no soy de madera!
Ella no lo oyó; el perro no paraba de ladrar. Sin utilizar la mano izquierda, abrió la puerta de su casa y entró. No miró para atrás.
Él miraba satisfecho su entrepierna abultada
-Tranquilo –le dijo a su pene-, vos no aflojes. No va a pasar demasiado tiempo hasta que encontremos una mujer de verdad.

©Marta Vidal

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡¡Muy fuerte!!

Eduardo Leira dijo...

¡Fuerte, sí! Pero me parece justo, de alguna manera. O equilibrante...

Anónimo dijo...

Muy buena la narración, me hubiera gustado algo más en el final! Me gusta esa manera simple y clara de escribir, mucho más que las rebuscadas metáforas que dicen poco con muchas palabras.
Saludos
Maru
(Una simple cibernauta que encontró el blog)